jueves, 16 de febrero de 2012

La piel que habito

Necesito hablar de modistas y depiladoras. Discurso generalizador y no me importa: ambos oficios comparten una psicopatía que no entiendo bien.
Podría pensar que se trata de ocupaciones malditas, de clientas prepotentes que pagan por esclavizar a su mismo género. Pero esta clase de personas también frecuentan peluqueras, manicuras y pedicuras que, curiosamente, carecen del rasgo perverso que abraza a las mujeres dedicadas al corte y confección y a la normalización del vello corporal.

Un factor determinante podría ser el asco, pero rodillas, uñas, cuero cabelludo y humanidad en general pueden ser tan pulcras como roñosas según quién.

Podría ser el lugar de trabajo, pero manicuras y pedicuras son fakires nómades que se acurrucan donde el peluquero ordene.

Tampoco es un factor estar dentro de un espacio más privado lo que las lleva a actuar con impunidad; muchas veces toca hacer manos o color dentro de un cubículo y una modista en general destina un lugar de su casa para trabajar.

Peluqueras, manicuras, pedicuras, depiladoras y modistas, todas necesitan manipular el cuerpo ajeno para hacer su trabajo y no entiendo porqué no encuentro maldad las que manejan objetos cortantes o amoníacos en zonas sensibles como pies o cerca del cuello y la cara.
¿Tal vez la razón del autocontol se deba a manejar bisturíes y tijeras sobre la piel? Las modistas cortan y marcan sobre la ropa. Las depiladoras manejan material inocuo.

No hablo de TODAS las modistas ni de TODAS las depiladoras, sino de una generalidad a veces que encuentro en estas mujeres que por algún motivo me hacen sentir en un matadero cada vez que tengo que poner el pellejo.
Al principio me da empatía el peso de su sacrificio, las horas de pie, las nucas cansadas, lo que tienen que ver cada día. Solidaridad que termina cuando te retuercen el brazo durante dos horas, te repelen si querés más corto, más abierto, más ajustado, se enfurecen si volvés a pedirle que no te clave agujas en el cuerpo y siempre te acusan de adelgazar/engordar/estar hinchada/moverte. El cuerpo les pertenece, tienen razón ellas, saben más, hay que obedecer.

En mi opinión, las depiladoras tendrían una vuelta más de rosca: estás en una camilla a su merced, te discuten a muerte que la cera no está a punto de hervir, que es imposible que te duela ahí donde duele, que es responsabilidad tuya si te duele, que te falta autocontrol, dirán.
Tiran, retuercen, queman, hunden las uñas, te dan cachetaditas fuertes para "calmar el dolor", te dejan roja, insolada, las indicaciones son pellizcos en la pierna para que la dobles donde ellas dicen, incapaces de pedírtelo.
Sos muñeca de trapo, maniquí, pedazo de carne. Lo someten a sus agujas vudistas y su sadismo de cerca caliente.
Odian el cuerpo ajeno. Odian mi cuerpo y no entiendo por qué.
Tal vez el factor es la piel. Cubrirla o descubrirla. Debe ser eso.

lunes, 6 de febrero de 2012

Tort muñec


Tengo que decir que en realidad soy muy, muy torpe. Aunque aprendí a vivir con eso, no me lo puedo explicar del todo. No encaja con el resto de mi personalidad, no es vagancia, apuro, impulsividad ni falta de onda.
Por ejemplo, me tomo el tiempo para hacer una chocotorta; planifico qué día tengo que hacerla para que macere bien y quede rica. En el supermercado cuento la cantidad de galletitas que viene por envase, grafico con los paquetes en mano más o menos para cuántos necesito, qué tamaño de porciones voy a servir (generosas, con mucho relleno, que siempre sobre, etc).

Dejo todo listo un día antes, delantal con imágenes de sílfides incluido. Descanso como buena deportista, pongo música y agarro el cucharón.

Es cierto, la torpeza no encaja con mi obsesividad, perfeccionismo, etc., pero pensándolo bien sí cuadra con mi credulidad, una de las características imperdonables del torpe. Siempre pienso que ESTA VEZ no voy a tirar el Nesquik sobre la mesada mientras trato de pasar una taza a un contenedor con la boca 4 veces más chica. Que no voy a chorrear el dulce de leche en los azulejos al sacudir la espátula, que no voy a romper nada ni me voy a quemar la panza si llevo en un mismo viaje un bowl de vidrio, 4 huevos (para otra cosa), una pava caliente y 3 potes apilados.
Cuando esto pasa tengo que interrumpir el proceso, pasarme crema con nitrato de plata para la quemadura y no desanimarme.

Dicen que cocino bastante bien ("cocino" es el verbo para hablar de una chocotorta). Pero aunque lo intente la presentación siempre es un asco. Claro, como buena torpe ejecuto como me sale y no calculo el peso de 3 capas de chocolinas más un kilo de relleno sobre un recipiente preparado para un bizcochuelo.
El torpe se da cuenta después que la bandejita de la casa de cotillón se dobla como un sauce. Y ahí es cuando me sale el simio de adentro: busco algo que me sirva de soporte. Pero ya es tarde para trasladar la torta porque la chocotorta no se desmolda, es en su recipiente.

Lo lógico hubiera sido bajar a comprar otra/s bandejita/s y que entre todas armar una base más sólida. Pero el torpe siempre tiene miedo de abandonar la escena.
Lo único que encuentro es una fuente de la abuela, de esas ovaladas de porcelana, guardada en la alacena de más arriba, ubicada entre una mesa de cocina y una heladera, a la cual llego sólo trepada a un banquito de plástico (el torpe es ansioso, no busca una escalera). La bandeja está debajo de otras 3 y una sopera, detrás de dos jarras, un jarrón, una cafetera, copas, todo de vidrio. La alacena está al lado de un microondas que, como es un poco grande y viejo, no deja abrir la puerta del todo.
Pero soy omnipotente y por eso soy torpe: creo que puedo sacar la bandeja de ahí sin mover las demás cosas, entonces manoteo, tironeo, atrapo en el aire.

Mientras tanto, el relleno chorreaba la mesada de la cocina. La solución era darle frío, pero como buena torpe soy exagerada, las galletitas cubrían toda la superficie del molde, el relleno inundaba el reborde caladito de la bandeja. Al menos soy consciente de mi torpeza y pienso en cómo evitar accidentes. La decisión, en vez de poner mi creación en el estante de más abajo por miedo a que se me cayera al piso, fue ubicarla en el de más arriba. Cuando fui a sacar la torta, el relleno había goteado a través del calado y enchastró uno a uno cada estante y tupper que estaba debajo. (El torpe nunca piensa que va a haber consecuencias).

Saco de la heladera, limpio, pruebo el nuevo soporte. La fuente es ovalada, la torta es rectangular y una arriba de la otra se resbalan. La siguiente idea entonces es cortar la chocotorta en porciones y reconstruirlas en la nueva fuente. De paso se limpian los rastros de relleno desbordado.

Si hay algo que el torpe sabe es disfrazar las idioteces que hace. Y como antes ya había tenido que camuflar unas galletitas mal ubicadas, usé el viejo truco apache de bañar la torta con chocolate. El torpe es megalómano, la torta es gigantesca: dos barras no alcanzaron y, a pesar de que no se debe
abandonar la escena, el orgullo pudo más, me bañé el enchastre y compré más chocolate. Por un momento pensé en tirar todo y empezar de nuevo, pero soy narcisista, quiero aplausos y la ventana de tiempo de maceración ya se me estaba terminando, así que sólo quedaba enmendar el error.

La idea de cortar la torta en porciones era buena, lo malo fue la ejecución (el torpe tiene mal timing): en vez de trasplantar la chocotorta al nuevo recipiente, se  me ocurrió terminar el baño de chocolate en el recipiente anterior (la lógica fue: nuevo plan, mejor no ensuciarlo). Pero cuando corté las porciones el chocolate estaba duro y las galletitas muy húmedas. Una buena combinación general en otras circunstancias.

No todo es tan malo en la vida del torpe: debo rescatar la capacidad de hacer pasar la inutilidad por una creación gourmet. Ahora mi error se había convirtido en un nuevo concepto de postre: la chocorrota.
En Olsen seguro que funciona.