miércoles, 30 de mayo de 2012

Por qué no puedo ser brasilera




A veces pienso que debería ser brasilera. Tengo caderas para sambar, me pongo dorada al sol, me encanta el abacaxi con hortela y soy devota de Iemanjá. también hace rato que en secreto hincho por ellos en los mundiales. Los envidio con el alma, pero qué otra cosa puedo hacer sino admirarlos. Sólo Tévez tiene tanto asombro al jugar. 


Pero dos cosas limitarían mi cambio de nacionalidad. Una es que no me sale gesticular tanto. Y la otra es que detesto el portugués. O, en realidad, el problema es que soy demasiado apegada al porteño. 


Buenos Aires es hermosa, tal vez la ciudad que más me gusta. Pero lo que más extraño cuando viajo es el idioma, la manera de hablar. Cuando aterriza el avión y alguien de tierra dice "bienvenidos a Ezeiza" a mí se me estremece el corazón de alivio. 


Muchas veces fantaseo con ampliar mis temporadas afuera y, más allá de otras razones, creo que la cadencia ondulante de nuestra manera de hablar es el canto de sirena que me mantiene cerquita.

lunes, 21 de mayo de 2012

No lo intenten en casa


Trabajar desde casa/free lance es genial y nadie lo puede negar. Pero si contás el lado B del tema se te vienen encima "te quejás de llena, qué más querés", etc. Sin embargo, el home working tiene sus aspectos bastante chotos que, hasta que no suceden en carne propia, parecen sólo un invento de la gente freelancer para que a nadie más se le ocurra armarse el kiosco en casa.

Trabajar en tu casa genera mucha fantasía alrededor: que te levantás a las seis de la tarde, que mirás tele todo el día o que te pegás una siesta eterna. Bueno: depende. La verdad es que esa opción sí existe. Tirarme en el sillón en pijama a leer una revista pedorra en la mitad del día es un guilt pleasure que se disfruta el doble cuando retrocedo y pienso en la cantidad de horas que intenté mantenerme feliz y despierta detrás de un escritorio y debajo de tubos fluorescentes.


Tus parientes +60 piensan que tenés tiempo de escucharlos durante horas por teléfono ("si total estás en casa"). No entienden que trabajás contrarreloj. Pero, sí, hay tiempo para mirar las hojas del otoño. No mucho, según el nivel de prusianismo que se tenga. Pero esos diez minutos en que te levantás de la silla para hacerte un té, en vez de perderlos al lado del Sparkling hablando con gente necia, resulta que pasás por el living, salís al balcón, respirás hondo, agarrás al vecino fumando el calzones y lo saludás de lejos. 


También, ya que estamos, qué le cuesta a uno hacer algunas cosas de la casa. Voy a la verdulería a despejarme y vuelvo y se te fueron 2 preciosas horas y toda la concentración. Total, el domingo me levanto a las 9 y lo termino.


Antes de convertirme en fully freelancer, hubo una época en la cual me vestía de Working Girl, pero una vez por semana hacía home office. Eso traía varios beneficios, aunque no del todo: tenía que hacer llamados y estar atenta a fingir un estado online que me impedía disfrutar la comodidad de mi joggineta en todo su esplendor. Le robaba tiempo a esas horas, me rebelaba de muchas maneras contra la obligación de estar inmóvil frente a la pantalla. Era la hora libre del colegio, la oportunidad para hacer todo lo contrario a lo que se suponía que debía hacer en horario laboral y cobrarme una indemnización adelantada por el malestar que me provocaba entregarle mis horas al otro y morirme de tedio. 


Aunque lo elijo, ahora no hay hora libre ni rebeldía y a veces que trabajo como una refugiada, sin horarios ni control. 


Sin dudas estar en casa la mitad del tiempo sin rendirle cuentas a nadie es maravilloso, pero muy solitario. 
No hablo de la compañía -prefiero estar sola y muda que fingir que me interesa la vida de gente que comparte mi tiempo sólo por decisión funcional- me refiero a la soledad del enrosque. A no tener límite para ocupar todos los espacios con ideas que no se proyectan ni tienen mayor relevancia. 

martes, 15 de mayo de 2012

Bochorno 2.0







Cometí un grave error: dije que sí a sincronizar mi agenda de gmail con el Linked in. Primero pensé que lo peor era recibir mails cada 28 segundos. 
Pero ese fue sólo el comienzo: gente que desconocía me empezó a aceptar la supuesta invitación a "conectarnos". Otros, respetuosos, me preguntaban de dónde nos conocíamos y ahí tocó dar explicaciones de porqué agregaba gente masivamente sin querer.
También pasó que algunos, suponiendo un potencial (laboral, supongo), sugirieron reunirnos cara a cara. 


Ahí recordé que el gmail guarda todo. Que mi impulso wall - e con todo lo que me rodea aún no había llegado tan lejos como limpiar mis contactos de mail. Ahora que me toca hacerlo me resulta más abrumador que una mudanza.


Pero tampoco todo terminó ahí. En ese magma de direcciones había, también y por supuesto, mails de ex (empleadores, compañeros, ex). Gente con la que ya no querés estar "en contacto". Alguno me agregó, no me molesta. Pero pienso en esos en los que no hubiera querido volver a contactar jamás. De pronto, mi nombre en su bandeja de entrada, el pedido (?) de que deseo volver a tenerlos en alguna dimensión de mi vida. La incierta probabilidad de que supongan que fue algo involuntario y automático. Me irrita imaginarme la nano satisfacción de alguno ante mi error, error. 
Nadie piensa que el otro es torpe, se piensa "ah, mirá, no puede olvidarme" o "se dio cuenta del error que hizo cuando renunció" o "jah, ahora quiere", etc. 
¿Cómo saber si es el inconsciente o la torpeza lo que actúa? ¿Qué es más poderoso? 


Algunos lo habrán deducido, otros, como el caso de este ex compañero bien garca, no: "así que ahora me volvés a agregar. Qué bien, yo todavía te estimo". 


lunes, 7 de mayo de 2012

Era (o ser) digital






Este fin de semana hice unas reformas en los placares de mi casa que consistieron en abrir unos boquetes para armar un espacio donde seguir guardando cosas.


Siempre me enorgullecí por ser bastante desapegada con los objetos en general, me asusta tener más cosas de las que puedo manejar y guardo sólo aquello que necesito o verdaderamente me importa. Por ejemplo: en mi biblioteca sólo hay libros por leer, dedicados o aquellos que me gustaron mucho y ahora que me regalaron un Kindle voy a ser aún más selectiva.
La música hace años que sólo existe en la computadora; el aparato de música se reemplazó por un coso que saca música desde el ipod. Regalé racks enteros de CDs y fue una liberación. Sólo me quedé con CDs autografiados o unos que un ex amigo me hacía especialmente para mí con tapas y todo.
Lo mismo pasó con las notas de mis años de periodista (scanee todas y chau) y en breve, la colección de películas de mi chico ultra cinéfilo pasarán a vivir dentro de un disco duro que se enganche a la tele.
Las fotos es lo único que no tiré. Las scanee, por supuesto, y mi espíritu fanático las organizó en carpetas tituladas: infancia, adolescencia, amigos, familia, viajes, etc.
Creo tanto en la ecología de los objetos que varias veces por año llamo al Ejército de Salvación o paso a mis amigas ropa/zapatos/carteras. Y a pesar de ser nostalgiosa, miles de cartitas, diarios adolescentoides, apuntes, etc. fueron a las bolsas que tocó estibar.


Cuando me mudé a mi casa actual, mi mayor orgullo era ser capaz de dejar unos cajones vacíos. Me angustiaba la idea de ser capaz de ocupar 4 placares con mi mismidad. Si podía dejar espacios vacíos entonces mi capacidad para lo nuevo nunca se iba a agotar.
Toda se me fue al piso mientras en el living se apilaban las vísceras de mi acumulación. Soy igual de enferma que cualquier ser humano, tal vez con impulsos de digitalizar mi vida entera y la estupidez ilusa de que no me angustia dejar espacios vacíos. 
La única diferencia entre un hoarder y yo es puramente cuantitativa.