
Me gusta visitar las casas de los recién mudados, que me muestren sus cocinas, avanzar por pasillos que no conozco tratando de adivinar cómo serán las habitaciones detrás de las puertas.
Cuando muestro mi casa empiezo siempre por el living, el balcón a la calle, las piezas, de ahí al escritorio y a la cocina, un crescendo espacial que termina en el patio -chiquito, pero después del balcón parece siempre más amplio- y la parrilla bajo las hojas del paraíso. Prometer poco para cumplir con facilidad, es el mantra de los perfeccionistas.
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Hasta que se mudó sola, a los veintisiete años, mi amiga vivió siempre en el mismo edificio de cuatro ambientes de la calle Santa Fe. Yo, que a los diez ya había vivido en una casa, seis departamentos y tres países, imaginaba lo aburrido que debía ser mirar durante casi treinta años la misma pared en la pieza y, en el pasillo, las mismas puertas de la pieza del hermano, el cuarto de los padres, las mismas caras de un matrimonio de más de cuarenta años.
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Hasta que se mudó sola, a los veintisiete años, mi amiga vivió siempre en el mismo edificio de cuatro ambientes de la calle Santa Fe. Yo, que a los diez ya había vivido en una casa, seis departamentos y tres países, imaginaba lo aburrido que debía ser mirar durante casi treinta años la misma pared en la pieza y, en el pasillo, las mismas puertas de la pieza del hermano, el cuarto de los padres, las mismas caras de un matrimonio de más de cuarenta años.
Cada mañana, rumbo al trabajo, mi amiga pasa por delante de la plaza a la que iba de chica y cada último viernes de mes se junta con sus amigos de la escuela primaria. Yo perdí mi álbum de fotos en un colectivo y apenas recuerdo las caras de mis compañeros.
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Mi amigo Andrés revisa entre sus libros hasta encontrar el vale por un viaje en teleférico que ganamos en aquella carrera de embolsados. Se pregunta qué pasaría si volviera veinte años después a cobrarse su premio. El problema, digo yo, es que allá sólo tenés un viaje en teleférico y acá tenés todo.
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Mi amigo Andrés revisa entre sus libros hasta encontrar el vale por un viaje en teleférico que ganamos en aquella carrera de embolsados. Se pregunta qué pasaría si volviera veinte años después a cobrarse su premio. El problema, digo yo, es que allá sólo tenés un viaje en teleférico y acá tenés todo.
Antes de ayer, Andrés vino a conocer mi nueva casa con su hijo más chico. En un descuido, el nene trepó hasta el techo por las rejas del balcón y se perdió detrás del tanque de agua. Lo llamamos sin suerte hasta que oscureció. Anoche, cuando salí a cerrar la puerta del patio, lo vi sentado junto a la chimenea de la parrilla. Hubieras empezado por acá, dijo antes de bajar para darme la mano y caminar conmigo hacia el teléfono de la cocina.