Por Muppet M
Hay miedos más obvios que otros.
La mayoría de la gente tiene miedo de cosas que implican peligro, como caerse de un precipicio y cosas por el estilo.
Hay miedos obvios, los que sufrimos con las películas de terror y después de ver alguna (aunque las evito por todos los medios), tengo que caminar por mi casa con todas las luces prendidas y no suelto la percha por nada del mundo (por cierto, una vez quise probar la resistencia de la caja de luz y encendí todas las luces existentes en mi casa. Pero no, no explota nada).
Ciertos miedos incluyen esa adrenalina porque la propia habilidad y la suerte juegan por partes iguales; como aquella vez que me quedé atrapada en la mitad de Las Heras y Salguero: los colectivos casi me raspaban y si no quedé aplastada contra el asfalto fue de pura suerte y porque siempre fui muy escurridiza.
Hay otros miedos que se mezclan con el asco y creo que ese es un buen comienzo para una fobia: pensar en una araña, por chiquita que sea (salvo que esas que parecen medio mosquitos y se mueven medio como pulguitas) me hace pegar un salto, sentir escalofríos, arrugar la cara y pegar un grito, todo eso junto.
Una vez en el Delta, una sudestada trajo toda clase de alimañas, algunas muy curiosas. Pero más que un poco de asco no siento nada por esas criaturitas. Pero cuando una araña negra y verde, de dimensiones descomunales intentó coronar mi cabeza bajando por la pared, hice un grand jeté hasta la habitación pegando un alarido y, a pesar de los escobazos valientes de quienes me acompañaban, no pude salir hasta el día siguiente y me tuvieron que pasar la comida por abajo de la puerta (por suerte el baño estaba dentro de la habitación). Debe ser algo en las patas, en cómo se mueven. (Ajjj, no sé. No puedo pensar ni medio instante).
Y hay miedos ridículos, como cuando de chica cualquier luz que se moviera en el cielo me hacía pensar en Ovnis que me venían a abducir, a dominar la Tierra como en Invasión Extraterrestre y por las dudas practicaba caras de niña intergaláctica en el espejo (Kyle, el morocho, estaba TAN bueno...). He llegado a despertar a mi papá por las noches, diciéndole que tenía miedo, que se quedara conmigo, pero me daba verguenza contarle qué era lo que realmente me daba miedo, hasta que finalmente le decía y él me aseguraba que esas cosas eran puras fantasías pero ¿cómo podía él realmente saber que no aparecería una flota de naves nodrizas alguna vez?
Lo más ridículo de todo es que ciertos miedos de la infancia todavía permanecen. Por eso no voy al Uritorco, ni juego al Ouija ni tampoco camino por encima de los aire y luz de los subtes. Y esos miedos se suman a otros, que acumulé de grande, que no se remiten a un objeto ni a una acción, sino a una serie de sucesos y conceptos. Y esos miedos no se manifiestan con feromonas, ni adrenalina ni gritos o saltos. Son certezas pavorosas, frases que la mayor parte de las veces empiezan con un "Nunca voy a..." "Siempre va a pasar que..."